TIEMPO COMPARTIDO

Marcelo

Argentino. Varón. Cuarenta y ocho añitos. Profesional independiente. Sin antecedentes penales. Estado civil ante la ley: casado. Hijos tres. Todos sanos y limpios. Tarjeta de crédito: una. Siempre abonada antes del respectivo vencimiento. Sin deudas provisionales, impositivas o de servicios públicos. Jamás intimado ni amenazado con cortes o acciones legales por incumplimiento de sus obligaciones. Me gusta y sé cocinar.

Para el afuera, entre otras cosas, esto soy. Un hombre “bien de papeles”

Para el adentro, veamos: sufro una enfermedad crónica que no amaga; cuando patea, generalmente es gol. Ya recibí dos remates en los palos. Y me echaron media defensa. Veo bien de un ojo y el otro acompaña al bulto. Juanetes y una tendencia marcadísima a utilizar ropa azul casi en forma exclusiva. En tanto simpatizante de Independiente, momentáneamente el fútbol no me interesa. No sé que le ven de interesante a veintidós tipos detrás de una pelota. Toco la guitarra pero me como las uñas. Tengo un carácter que puede tildarse como “de mierda” a secas. En eso me parezco a papá. Y una ansiedad límite. En eso soy como mamá. Mi profesión es la de músico, o sea que si alguien imaginaba un arquitecto, un médico, lamento decepcionarlos. No estoy casado, estoy separado. Mi domicilio oficial no coincide con el real. Y no admito tener deudas porque me hace mucho daño desde el punto de vista emocional. En eso salí al abuelo. Soy de los que no duermen si deben algo, aunque sea en cuotas. Y por eso envidio a aquellos que pueden adquirir desde una vivienda hasta un paquete de garrapiñada a través de ese método. Y tengo, como les dije, tarjeta de crédito. En razón de mi profesión, viajo constantemente, y por eso cierta gente madura y seria me ha sugerido que es necesario “manejar plástico” por si las moscas. Y acá estoy. Y las moscas también.

Y por tener tarjeta, y ser cumplidor, me tocó vivir esta experiencia inigualable.

Resulta que hace un par de días, mi hasta ahora última ex esposa recibió un llamado de, pongámosle, “PREMIUM PLUS EXTRA RESORT & SPA” felicitándome en ausencia por la obtención –a través de un sorteo en el que no recuerdo haberme inscripto- de una semana de vacaciones en instalaciones del susodicho centro vacacional, sito en la localidad de Concordia, Entre Ríos.

A instancias de mi ex consorte, y en razón de ser el titular de la tarjeta, me apersoné al local en que retiraría el voucher correspondiente, a cambio de oír la cantinela habitual tendiente a intentar venderme un “tiempo compartido”.

Aclaro que la pandemia que nos atormenta (¿?) me ha ocasionado, como a miles de compatriotas, un daño económico considerable. Vivo de mi trabajo, que es hacer música, y la suspensión de todo evento con presencia de más de dos personas me ha dejado, al menos por este mes, sin recompensa monetaria. Me he cruzado, eso sí, con gente que me elogia por mi trabajo, pero no he logrado aún adquirir contrapeceto o mostacholes ofreciendo elogios al almacenero.

Con el párrafo anterior quiero significar que, si bien habitualmente estoy bastante suelto de obligaciones, este mes ha sido por demás relajado, en el peor sentido. En este contexto es que, tal vez en busca de emociones fuertes, concurrí a la oficina en cuestión a retirar mi premio. Lo hice acompañado además por mi hijo menor, cuyo límite de atención al discurso ajeno es de veinte segundos, contados a partir del ingreso al establecimiento. Vale decir que al momento de sentarnos, previo saludo de cortesía, ya Pedro ostentaba una cara de “qué es esto, a qué vinimos, cuándo nos vamos”, etc.

El agente de ventas, tal como rezaba el cartelito que escarapelaba su pecho, se llama Emanuel. Era sumamente puto y militante flogger, además de poseer al momento de la entrevista, un aliento que haría infartar a un oso polar. Pero esos son detalles: el tipo es –básicamente- disléxico. Es decir, habla en borrador, sin corrección y cuando dice por ejemplo “estrabismo” piensa en la letra “m” antes que en la “e” lo cual origina sensibles inconvenientes de comprensión. Y le sale ebrstvidimisbo. Tratándose de un vendedor de X producto, cuanto menos resultaría imprescindible saber qué es lo que ofrece. Pero eso no ocurrió. En medio de su atolondrado soliloquio, pude descifrar los vocablos “vacaciones”, “felicidad”, “gratis” y “pileta”, todos ellos con muy cálido impacto en mis oídos. Pero Emanuel (Ema, para los íntimos) no se conformó con exponer –es un decir- las bondades de ese sistema vacacional, sino que al interrogarme por mis circunstancias personales, y al llegar a la profesión, naturalmente dije: músico. Ay ay ay, para qué. Se me emocionó porque él estudia teatro, y se presentó en no sé donde porque no le entendí, y acto seguido me preguntó que instrumento tocaba, y le dije, ya levemente hinchado las pelotas: piano. Ay ay ay… Ahí mandó que el es reeeee fanático de Evanescence. Y le pregunté Eva cuánto? originándose un primer cortocircuito indisimulable. Me hizo mirarle las manos y corroborar lo que ya hace años una tía suya descubrió: que Ema tiene dedos de pianista. Ratifique la premonición de la tía. En realidad, siempre hago eso aunque las manos de quien pregunta parezcan las del señor Burns. Porque es totalmente al pedo explicar que no tiene nada que ver la conformación dactilar, sino que básicamente se trata de un proceso neurológico de orden y obediencia, proceso que se origina en el cerebro y finaliza en los dedos. En el caso de Emanuel, esta explicación hubiera provocado una disritmia por incomprensión. Y especialmente por desconocimiento de la ubicación y funciones aproximadas del cerebro. Me preguntó si tocaba en casamientos, dije que no. En cumpleaños? No. En bla bla bla? No, Sí, No sé, No me acuerdo, según.

A continuación comenzó a pretender interiorizarme sobre los distintos lugares que la empresa posee a lo largo y ancho del planeta. Comenzando por el complejo La Serranita, en la ruta 226, cosa que me pareció en principio pobretona pero con el gusto de lo conocido. Hasta llegar e Hawaii, California, Portugal, Rusia, la costa Atlántica bonaerense y la Patagonia argentino/chilena, entre otros destinos. Me preguntó si había viajado por alguno de esos lugares, respondí que sí. Acto seguido pensó para sí, a este lo cago, y me preguntó: le gustaría vacacionar en algún lugar en que no haya estado? Sí. Cuál? Bombay, dije con un hilo de voz.

Ah, en Brasil tenemos cuarenta resort, dijo Emanuel, provocando un instante fugaz de ira en mí, seguido por una decepción acerca de la condición humana a principios del siglo XXI, para finalmente encallar mis pensamientos en la mansa playa de la resignación. Pensé en los padres de Ema, en cuánto le habrán cuidado, las colas que habrán hecho para vacunarlo o inscribirlo en la Escuela, las noches en vela esperando que vuelva de danzar junto a sus amiguitos. Los pañales, las hojas canson, el espadol, las chombas, el postre Royal invertido en aquel niño que hacía las delicias de tía Irma imitando a Pablito Ruiz, hoy devenido en este cachafaz peinado con dulce de batata, vestido con ropa extraída de una película de piratas daltónicos, y con una lengua XL en boca talle M.

Bien, a esas alturas ya me lo había tomado en joda total. Y cuando me exhibió una foto de un spa en Hawaii le dije que ya había estado allì en 1990, en ocasión de consagrarme campeón del mundo de tejo outdoor. Me dijo “qbuè intgersfcnte”. Después me presentó un casino en Las Vegas, un complejo construido a imagen y semejanza del antiguo Egipto, y me dijo “cómo te ves ahí??” “Es lo mío”, susurré. “Siempre me fascinó la civilización Inca”. Aparte te damos cien dólares para que lo gastes en las maquinitas. Uy !! dije, Maquinitas, soy maquinitòpata serial. Güenísimo Emaaaaaaa !!!!!

Acto seguido, Ema consideró que su misión estaba cumplida, y que yo estaba preparado para ser atendido por Mirta, la supervisora. Otro experimento genético que salió mal. Mirta fuma. Mucho y fulero. Viceroy. Tres pesos los cien cigarrillos. Migas de Cerealitas ornamentando un trozo de tela que pomposamente hemos de llamar bufanda, uñas esculpidas en la Sociedad de Fomento Cerrito Sur, y demás lindezas.

Mirta llenó un papel con flechas, cuadraditos, círculos, abreviaturas y asteriscos. Como si fuéramos a robar un banco. Yo ya no oía. Ni hablemos de Pedro, quien consultado sobre si deseaba un café o un té, pidió un Nesquik provocando un abrupto cambio de tema por parte de Mirta. Y el regreso a sus cuitas por parte de Pedro.

Por último, llego Javier, el súper-supervisor, quien de muy mala gana y advirtiendo mi desinterés por la adquisición de complejo alguno (bastantes complejos tengo ya como para tener otro, y encima pagando), arrojó un voucher en la mesa soltando una frase del tipo “se ve que al señor no le interesa vacacionar en libertad”. Ay ay ay Javier, no debiste hacerlo. Pero extrañamente reprimí el impulso de tomar un bidón de aeronafta que siempre llevo conmigo y rociar el local antes de alejarme con Pedro tomado de mi mano derecha, portando un encendedor en la izquierda. Y en un gesto de adultez propia del que aún desconfío, me retiré del lugar pensando qué es la libertad para mí, que será para Javier; qué es una vacación para mí; qué es una vacación en general; si el novio de Ema lo trata bien, si Mirta visita a su mamá en el geriátrico; si la llevaría a las termas de Concordia. Y al fin, entendí el concepto de Tiempo Compartido: Se trata de compartir nuestro tiempo, ellos y yo. Cada cual con sus motivaciones y expectativas, sus posibilidades y anhelos. Y sus límites. Y especialmente para encontrar una buena excusa para tomar más fuerte de la mano a alguno de nuestros hijos.